domingo, 23 de junio de 2013

denunciaprofetica.blogspot.com - Santo Tomás Moro

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Santo Tomás Moro:
Canciller y mártir

Plinio Corrêa de Oliveira
O Jornal, Rio de Janeiro, 22 de junio de 1935

En el día 6 de junio de 1535, bajo los golpes de la justicia inglesa, moría Tomás Moro, ex miembro del Parlamento Inglés, ex subcomisario de Londres, ex consejero del rey, ex canciller de Inglaterra, elevado a la categoría de hidalgo, y hecho caballero; uno de los más famosos escritores de su época, autor de una obra inmortal —la “Utopía”—y amigo cercano de Erasmo, el gran humanista del siglo XVI.

Condenado a muerte, la sentencia del tribunal determinaba que le abriesen el vientre, y le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Enrique VIII convirtió la pena en decapitación. En el día fijado, se procedió con la ejecución. Por un momento brilló al sol del verano el arma empuñada por las manos trémulas del verdugo. La cabeza del criminal rodó por tierra. Estaba todo consumado. Él expiaba un crimen atroz —que a otros, antes como después de él, les había costado un precio aún mayor— el de ser católico.
 
Santo Tomás Moro (1478 -1535) fue canonizado por el Papa Pío IX
Su vida fue siempre un brillante ascenso, en que la gloria y el poder corrían a su encuentro, al tiempo que los despreciaba, volviendo sus ojos para otra felicidad que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podían robar.

Aún joven, su alma noble se dejó atraer por el encanto místico de un monasterio benedictino, donde quiso enlistarse como soldado en la milicia sagrada del sacerdocio.

Pero la Providencia lo condujo para otros rumbos y, aunque se vio obligado a reducir el tiempo consagrado al estudio de la teología, su materia predilecta, para dar lugar a la filosofía, intervino la voluntad paterna, que lo forzó a relegar a un segundo plano estos estudios tan apreciados, para imponerle que emplease mejor su tiempo para formarse en Derecho en Oxford.

Dócil, Tomás Moro obedeció. Adquirió, en la famosa Universidad de Oxford, conocimientos jurídicos eminentes. Por esta razón, vio abrirse delante de si las puertas de la política y del Parlamento y por ellas ingresó.

En el rápido ascenso que lo condujo a los más altos cargos del gobierno, cualquier observador superficial podría imaginar que el jurista y el político habían matado definitivamente en Tomás Moro al filósofo y al teólogo, y que nada más, en el reinado de Enrique VIII, habría de perdurar del estudiante idealista de otros tiempos.

Pero fue lo contrario lo que ocurrió. Señor de extensa inteligencia, pudo formar, al par de una ciencia jurídica notable, una profunda cultura filosófica. Y sus producciones, de las cuales la más famosa fue la “Utopía”, lo colocaron en el primer plano de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de reyes y príncipes, y la fraternal amistad del inmortal Erasmo.

Hay, entre el político que asciende a los más altos grados de la admiración equipado de profundos conocimientos filosóficos, jurídicos y sociales, y el político que sube a las eminencias del poder como único bagaje, una pequeña cultura y una gran ambición, la misma diferencia que existe entre el médico y el curandero. El primero se orientará por la ciencia no menos de que la práctica. El segundo, procederá con un empirismo ciego, aplicando a los problemas de hoy el mismo repertorio de fórmulas que él vio “dar en resultado” en el ayer.

Tomás Moro perteneció a la primera categoría, el político no mató en él al filósofo ni al teólogo; sino que el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el camino, dictándole los horizontes y dirigiéndolo a la acción.

Es justamente en esta ocasión que Enrique VIII lo atrapa en lo más brillante de su carrera para imponerle el trágico dilema: o crees o mueres; o él adhiere a la herejía protestante, o incurre en la ira del rey, presagio terrible de futuras desgracias.

Es el momento crucial de su existencia. De un lado, la vida le sonríe, del otro la conciencia le indica el camino del deber. Él no duda. Entrega su determinación y se recoge a la vida privada.

Fue ahí que las iras del rey fueron a fulminarlo. Conducido a la prisión, fue sometido a diversos interrogatorios, en que el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras cristianas.

Al duque de Norfolk, que le decía que “la indignación del príncipe significaba la muerte” le replicó noblemente: “¿Es sólo eso, milord? Realmente entre vuestra gracia y yo no hay sino una diferencia: es que yo moriré hoy y vuestra gracia mañana”.

Encarcelado en la Torre de Londres por un año, enfermo, privado del supremo consuelo de los sacramentos, todo conspiraba contra su constancia, inclusiva —suprema tentación— los ruegos afectuosos de su esposa y de su hija, incapaces de acompañarlo en la dolorosa grandeza del martirio. Finalmente, su familia se vio reducida a tal miseria, que tuvo que vender los trajes de corte, para pagar el alimento indispensable para que Moro no muriese de hambre en la prisión.

En los interminables interrogatorios, le salió al encuentro la perfidia de Tomás Cromwell, que procuraba, por medio de hábiles preguntas, convencerlo del crimen de alta traición. Moro, sin embargo, no se dejó enredar y, con la tranquila firmeza de un alma pura, pronunció esta frase que resume toda su defensa: “Soy fiel al rey, no hago mal a nadie, ni difamo a ninguno; si esto no es suficiente para salvar la vida de un hombre, no quiero vivir por más tiempo”.

Finalmente, le quitaron los libros de piedad. Cerró, entonces, las ventanas de su cárcel y se mantuvo en la oscuridad, para meditar sobre la muerte, hasta que llegó el día en que debería beber la última gota del cáliz.

Caminó para el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni ahí lo abandonó aquella cordura de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo mostró en dos lances extremos de indefectible humor inglés. Como estaba poco firma la escalera del cadalso, pidió al verdugo que lo ayudase a subir. “Cuando caiga, agregó jocosamente, yo me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo se arrodilló y le pidió tiempo para componer su barba. En tono de broma, le dijo después al verdugo: “No la cortes, ella no tiene culpa”. Oró, y entregó su gran alma a Dios.

*          *          *

En una época en que el desprestigio se va proyectando como una sombra siniestra sobre tres categorías de hombres que sirven de sostén a la sociedad —los políticos, los científicos y los militares— la Iglesia acaba de elevar a la honra de los altares a tres modelos admirables de honor y virtud, exactamente en estas tres clases. Canonizó a Juana de Arco, canonizó a San Alberto Magno y acaba de canonizar ahora a Santo Tomás Moro.

En su gesto, hay simplemente un acto de justicia para con los santos. Pero la Providencia permitió que sus procesos de canonización sólo ahora llegaran a término, para que sirviesen como una protesta a todo pulmón contra la desmoralización que hiere de lleno el prestigio de la ciencia, de la autoridad y de la espada, sin las cuales la sociedad no puede vivir.

Y fue más lejos en su reacción. No predicó apenas con ejemplos sacados del pasado. Inspirados en la doctrina de la Iglesia, se formaron en nuestra época tres grandes figuras modelares para dignificar la ciencia, restaurar el prestigio de la autoridad y reconstruir la dignidad de la espada: Contardo Ferrini, uno de los mayores cultores del derecho romano en su siglo; Foch el vencedor de la gran guerra; y finalmente Dolfuss, el canciller mártir.

Ejemplos como estos, más del que mil argumentos, pueden arrastrar a las personas a la defensa de la Iglesia y de la civilización amenazadas por los que vienen de Moscú [los comunistas], o por los neopaganos que se acuartelan en la Teutonia…

Luis Barragán, apuntística: ¿UNA BANDERA VIGENTE?

Luis Barragán, apuntística: ¿UNA BANDERA VIGENTE?

¿UNA BANDERA VIGENTE?

EL NACIONAL - Sábado 15 de Junio de 2013     Sociedad/4
"Nuestra bondad se agotó ya"
Reflexiones sobre la Proclama de Guerra a Muerte ,en la conmemoración de su bicentenario
ELÍAS PINO ITURRIETA

El documento fue publicado en Trujillo, el 15 de junio de 1813.
Se cumplen doscientos años de una decisión capaz de provocar polémicas justificadas. Se trata de una decisión insólita debido a que su autor, un joven que apenas comienza a destacar, se atreve a determinar a la fuerza los linderos del bien y del mal, la distribución de premios benevolentes y castigos severos, la división de los hombres del contorno en ángeles y demonios que se deben separar sin miramientos. Nadie se había atrevido a semejante decisión, pero un bisoño brigadier llamado Simón Bolívar la toma para que en adelante nada sea como había sido en Venezuela. De allí la trascendencia de la Proclama de Guerra a Muerte, y la necesidad de mirarla con nuevos ojos ahora, cuando el tiempo tal vez permita observaciones libres de los prejuicios habituales.
Un soldado sin fortuna Son pocos los laureles que Bolívar puede mostrar en 1813, especialmente en la parcela militar que después lo convertirá en estatua de bronce. Había llamado la atención como agitador en la Sociedad Patriótica, pero sin destacar de veras. Las armas no habían sido su fuerte, sino todo lo contrario. Jamás pudo levantar la bandera del triunfo cuando sirvió bajo las órdenes del Generalísimo. Le fue mal en la captura del convento franciscano de Valencia, fortalecido por los realistas. Después salió con las tablas en la cabeza en la defensa del castillo de Puerto Cabello, que dejó en manos del enemigo porque no pudo o no supo controlar el teatro que había quedado bajo su comando.
Tal vez conmovido por la carga del infortunio, tomó la única decisión que le salió bien: apresar a su superior para que pasara a disposición del capitán realista Domingo Monteverde. Distancia descomunal ante el héroe de entonces, conducta de la que resulta difícil ufanarse, es el único punto positivo que pudo anotar en su historial, en caso de que así le pareciera. Pero se libró de la cuchilla de los triunfadores, cuyo jefe le permitió salir hacia el extranjero.
Una revolución inesperada Antes de marcharse, tuvo tiempo de observar la única revolución que en realidad había sucedido, más contundente que la separación política anunciada el 5 de julio de 1811. Por lo menos así debió percibirla un aristócrata que se había convertido en insurgente sin imaginar lo mal que lo pasarían los de su clase.
Ahora gobernaban unos canarios cerriles. Las mansiones de las familias acomodadas habían sido invadidas por la chusma. Las damas blancas se escondían de las mesnadas de Monteverde, y de un nuevo jefe desenfrenado, José Tomás Boves, ante quienes se postraban los señoríos antiguos para clamar por su vida. Los criollos hacían cola ante mandones de mala muerte para suplicar clemencia, en medio de una humillación inimaginable. Ni siquiera el obispo o el presidente de la Audiencia eran respetados por la soldadesca, mucho menos los patiquines que en la víspera habían estrenado el gorro frigio.
En general, los historiadores no se han detenido en el examen de la calamidad que fue, para los mantuanos de 1813 y para el promotor de la Guerra a Muerte, un desplazamiento tan drástico del ejercicio de la autoridad, una patada así de inesperada que los colocaba en la orilla de la colectividad. ¿No pudieron provocar esas indeseables escenas, una reacción como la que se resumirá en una proclama orientada hacia un holocausto que se anuncia con bombos y platillos?
Una voluntad imponente Pero también debe mirarse hacia la férrea voluntad de quien ha tenido la suerte de sobrevivir. Bolívar apenas se duele un poco del fracaso. Un individuo del montón tal vez quedara sin ánimos después del huracán que lo ha arrollado, pero él no es un personaje corriente. El desgarramiento atenaza su voluntad hasta el extremo de soñar con el triunfo cuando sólo existen motivos para el duelo.
Viajó hacia la Nueva Granada, para colocarse bajo las órdenes del presidente Camilo Torres. Escribió su primer documento público, el Manifiesto de Cartagena, y llevó a cabo hechos de armas que le ofrecieron oxígeno al desfalleciente gobierno de las Provincias Unidas. Impresionado por sus triunfos, el mandatario le concedió el título de Ciudadano de la Nueva Granada y le otorgó el grado de General de Brigada. Ahora no es un desconocido. Ya ha saboreado el éxito que le había sido esquivo. Ya puede proponer un proyecto que le permita volver a Venezuela con un contingente digno de consideración. Se ha levantado de un agujero lóbrego para iniciar la llamada Campaña Admirable, en cuya médula se encuentra la Proclama de Guerra a Muerte.
Antecedentes escalofriantes Ya existe la Guerra a Muerte. Es un hecho antes del comienzo de la campaña triunfal. La inicia Monteverde y la multiplica Boves, cuando ejecutan acciones sanguinarias contra cualquier grupo o individuo atravesados en su camino. Han asesinado poblaciones a mansalva, como consta en documentos emanados de las propias autoridades españolas. ¿Por qué, entonces, preocuparse por la continuidad que le da Bolívar? ¿Acaso no transita un camino trillado por el enemigo que no ha dado cuartel? El asunto no es tan simple.
Las matanzas de Monteverde y Boves no contaban con el respaldo de un documento público. Esos matones no redactaron órdenes escritas en las cuales se disponía el asesinato colectivo de los republicanos. Jamás contrariaron en sus papeles el contenido de la legislación española, mucho menos las letras de la Constitución de Cádiz, redactada en 1812 para buscar el avenimiento de los españoles de ambos mundos. Al contrario, las ventilaban cuando topaban con aprietos, aunque después las condenaran al olvido. No se sentaban a fabricar explicaciones o justificaciones, ni a detallar mediante escribano los suplicios en los que se deleitaban.
El primero que prefirió anunciar en un papel de circulación pública la futura realización de matanzas colectivas fue Antonio Nicolás Briceño, mantuano que había destacado en el congreso fundacional por sus opiniones comedidas. Jefe de vanguardia en el ejército que traspasó el territorio venezolano desde el vecindario bajo la obediencia de Bolívar, escribió un reglamento de ascensos que dependía del número de españoles que sus soldados decapitaran. Más sangre de españoles derramada sin compasión, mayor número de honores y doblones, anunció el reglamento. Más cabezas de godos, mayores ascensos y sueldos para la tropa. La superioridad se preocupó por el monstruoso sendero que proponía para crecer en el escalafón militar, pero no sancionó al despiadado autor.
La justificación de la matanza La Proclama de Guerra a Muerte viene precedida de una explicación, que da Bolívar en Mérida el 8 de junio de 1813. Habla de la necesidad de vengar a la humanidad castigada por la codicia de los españoles, de un conflicto universal que debe encontrar desenlace en Venezuela. Acude a referencias de carácter universal, mediante las cuales se adelanta en la justificación del documento que publicará en el cuartel de Trujillo.
El siguiente fragmento da cuenta de tal propósito. Dice: "Todas las partes del globo están teñidas de sangre inocente que han hecho derramar los feroces españoles, como todas ellas están manchadas por los crímenes que han comedido, no por amor a la gloria sino en busca del metal infame que es su Dios sobrenatural (...) Mas esas víctimas serán vengadas, estos verdugos serán exterminados. Nuestra bondad se agotó ya, y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desaparecerán de América, y nuestra tierra será purgada de los monstruos que la infectan".
Trata de saldar una cuenta relativa al género humano, como si la estadística de los desastres del mundo debiera encontrar finiquito aquí. Estamos ante una generalización temeraria. También frente ante la primera clasificación maniquea de los sectores de la sociedad que se encuentran en conflicto: los energúmenos procedentes de España y los mártires inocentes de sus expoliaciones, sin matices.
Perdones y castigos arbitrarios La Proclama de Guerra a Muerte propone al principio el retorno de las instituciones de 1811, pero se desvía tajantemente de la proposición con la sentencia abrumadora que culmina el texto: "Españoles y canarios, contad con la muerte, aún siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aún cuando seáis culpables".
La inmolación y la salvación se piensan en una forma genérica y arbitraria. La literatura condescendiente de los fundadores de la Primera República se echa al olvido. Se cierra, quién sabe hasta cuándo, la posibilidad de una contienda con reglas, alivios y reservas. Se muda el carácter del conflicto político, a través de un documento que le da un radical viraje. Nadie en los tiempos modernos había anunciado una cosa semejante en un pliego que se leería ante la presencia del pueblo, pero ahora se hace en nombre de la libertad.
La destrucción como inspiración Inmediatamente después de la declaratoria de Independencia se vivió un ambiente de destrucción. Al principio se pensó en senderos de convivencia pacífica, pero en breve nadie acarició el anhelo de las salidas concertadas mediante tratos propios de seres civilizados. Todo fue marcado por una atmósfera de combustión. Todo se redujo a la invitación de las bayonetas y a la estampida que la amenaza provocaba. Nadie fue indiferente ante el llamado de la destrucción, fuese republicano o realista. Ni siquiera el autor de la Proclama de Guerra a Muerte.
Una forma de vivir comienza a desaparecer, a dejar de ser lo que fue, para estrenarse en experiencias aventuradas cuya conclusión nadie podía pronosticar. La desaparición no va a ser paulatina, sino acelerada y drástica, capaz de borrar las raíces de los hábitos antiguos sin reparar en los desastres que ocasionaría. Cuando se busque una explicación convincente de lo sucedido, alejada de los prejuicios del patrioterismo, deberemos detenernos en la Proclama que, sin argumentos dignos de crédito, sin una sola explicación apegada a hechos de envergadura, se regodea en un espíritu de cruzada que había dejado de pregonarse en términos formales, pero que ahora anuncia como brújula el hombre que se prepara para convertirse en autoridad.
Conclusión con provocación ¿Hacía falta una declaratoria de exterminio? ¿Convenía a los intereses de la república? ¿Nos condujo como sociedad, por fin, hacia una dirección definida y definitiva? La interpretación que se ha hecho de la Proclama de Guerra a Muerte para entenderla como una posibilidad de hacer que la gente se decidiera por dos partidos en pugna, pierde consistencia cuando olvida que en la Venezuela de la época predominó un clima de opinión mayoritariamente favorable a los intereses de la Corona, ante el cual no pudieron los republicanos abrir siquiera un boquete. De allí que no encontrara más remedio, el autor de la Proclama, que abrirlo con la desesperación de unos cañonazos dirigidos contra la mayoría de la sociedad. O, en especial, contra la gente de orilla que lo echó del poder en el primer encontronazo.
Ilustración: Ugo.

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