Adolf Hitler creía en los poderes mágicos del número 7. El príncipe Felipe de Inglaterra aparentemente golpea su casco de polo siete veces antes de empezar un partido. Martina Hingis, durante un partido, evita pisar las franjes laterales de la cancha entre un punto y otro. Incluso el premio Nobel de Física Niehls Bohr situó una herradura sobre la puerta de su casa.
La superstición es algo connatural al ser humano. Nuestro cerebro prefiere certezas a incertidumbres, de modo que no tarda demasiado en rellenar lagunas de ignorancia con supersticiones o mitos. A base de parches evolutivos, nuestros sentidos están concebidos para detectar e incluso exagerar determinados aspectos y rasgos característicos del mundo sensorial e ignorar otros. Pero no seguimos fiando de ellos como si fueran máquinas perfectamente equilibradas.
Una encuesta de Gallup del año 2000 reveló que el 53 % de los estadounidenses afirmaron ser un poco supersticiosos. El 25 %, bastante o muy supersticioso. Otro estudio de Epstein titulado “Cognitive-experimential sef theory: Implications for developmental psychology”, determinaba que el 72 % de las personas poseía al menos un amuleto de la buena suerte.
Otro estudio de Richard Wiseman del 2003, en colaboración con la Asociación Británica para el Avance de la ciencia, reveló los siguientes niveles de credulidad: el 80 % de la gente toca madera; el 64 % cruza los dedos; el 49 % evita pasar por debajo de escaleras.
Hasta los estudiantes más brillantes de Estados Unidos adoptan este comportamiento. En Harvard, quienes van a presentarse a un examen, de forma rutinaria tocan el pie de la estatua de John Harvard para que les traiga buena suerte, en tanto que los del Instituto de Tecnología de Massachusetts acarician la nariz de la imagen de bronce del inventor George Eastman. Con el paso de los años, tanto el pie de Harvard como la nariz de Eastman han desarrollado un gran brillo inducido por la superstición.
La gente sigue acudiendo a Lourdes a pesar de que el índice de curación espontánea de una enfermedad es incluso inferior a la que sucede en un hospital.
La gente sigue atemorizándose a causa de las predicciones sobre el fin del mundo u otras predicciones agoreras a pesar de que su índice acierto de las mismas es tan ridículo que no superaría ningún análisis matemático racional. Ayer mismo, día 22 de mayo, debería haberse acabado el mundo según una singular predicción del evangélico Harold Camping, quien dijo que el Día del Juicio Final ocurriría alrededor de las 6:00 p.m.
Pero el mundo ya debería haberse extinguido en 1982, si hacemos caso a la interpretación de la Biblia del magnate de los medios de comunicación Pat Robertson, conocido por ser un telepredicador con ideología cristiana fundamentalista estadounidense y fundador de la Coalición Cristiana.
Incluso debería haberse extinguido en 1976, según la predicción de el profeta Doug Clark, que publicó un libro en el que predecía “la muerte” de este país de norte América y el “nacimiento de un mundo gobernado por el presidente Carter”, quien sería el que “conocería al Anticristo muy pronto”.
O debería haberse acabado todo en el año 1000, cuando la mayoría de la gente creyó que el cambio de siglo traería consigo la extinción.
Todo esto puede parecernos más o menos pintoresco y, generalmente, inocuo. Pero ¿es realmente así? ¿Ser crédulo no acarrea consecuencias gravosas? Eso os lo explicaré en la próxima entrega de este artículo.
Vía | Rarología de Richard Wiseman
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