Estas líneas quisieran ser un grito-llamada como los que se suelen lanzar ante la proximidad de una catástrofe, que oscila entre lo casi-fatal y lo todavía-evitable.
En diciembre 1973 pasé la Navidad en Santiago de Chile. A escasos meses del golpe militar de Pinochet y en medio de los nubarrones de la represión. Como Secretario General del Episcopado Venezolano quería tener información de primera mano y elementos indispensables para un juicio ponderado de una situación que interesaba e interpelaba más allá de sus fronteras. Entre mis entrevistados figuró el Cardenal Raúl Silva Henríquez, Arzobispo de Santiago, quien habría de jugar un papel muy importante en la defensa de los Derechos Humanos durante la dictadura militar El colapso y posterior eliminación del régimen de Allende no fueron nada sorpresivos. Factor decisivo en ello lo constituyeron también sus contradicciones internas y las patentes conspiraciones ad intra de radicales socialistas. Se alimentó así una intolerante política de extrema confrontación. El Arzobispo –me lo dijo con tristeza- trató de mediar en medio de la tormenta para impedir el derrumbe, esperando contra toda esperanza. Pero fue un predicar en el desierto. Las pasiones terminaron en trágica ruptura. Lo demás es historia conocida.
En julio del ’79 estuve en Nicaragua, también como Secretario de la CEV – signo reiterado, desde aquel entonces, del interés solidario de nuestra Iglesia por la libertad y desarrollo de pueblos hermanos- para observar la implantación oficial del sandinismo a raíz de la caída de Somoza. Entusiasmo popular, enormes ilusiones en la gran mayoría, sólido apoyo nacional. Sólo la incautación de los bienes de los Somoza (un 40% de la economía) podía desde ya proveer de muy buenos recursos al nuevo régimen. Pensé, como muchos, que el gobierno emergente tenía en las manos, desde el inicio, lo suficiente para un resurgimiento del país, en paz y unidad. ¿Qué pasó? La estrecha ideología privó sobre la realidad, la secta sobre la reconciliación, la exclusión sobre la unidad. Tiempo y recursos se comenzaron a malbaratar en beligerancia. Lo demás es historia conocida.
Diciembre 1998 fue para Venezuela conjugación de esperanzas. Todo estaba dado para escribir una nueva etapa del país en pluralismo armónico, que permitiese una alta puntuación en la solución de los problemas, llevando adelante una robusta construcción del país en justicia y libertad. Lo demás es historia conocida.
Ante los resultados del 7-0 y la proclamada decisión de profundizar en el socialismo (a la marxista, tipo castrocubano) en un país que se desbarata física y socialmente por los cuatro costados y al cual se le quiere aplicar ortodoxamente un anacrónico proyecto ideológico-político, cabe preguntar: ¿Es aún posible evitar la confrontación que lleve a la tragedia, no propiamente de índole bélica, pero sí de postración material y espiritual del país?
¿Predico en el desierto cuando digo: hay tiempo todavía para evitar una radicalización que impida la re-unión nacional y empuje a los venezolanos a una “guerra fría” interna de terribles consecuencias?
La historia es desgraciadamente rica en ejemplos de lo que se hubiese podido y debido hacer y no se hizo. ¿Hay todavía tiempo, en medio de la natural conflictividad del disenso, para la sensatez, el diálogo, la búsqueda de acuerdos, que beneficien a todos y permitan al país crecer como un pueblo pacífico, solidario, fraterno?
Yo ruego a Dios por un futuro justo, luminoso, feliz, para Venezuela. Pero con el mazo dando, grito un SOS. El Gobierno, el PSUV y su Líder tienen una fundamental decisión sobre ese futuro de Venezuela; no malgasten esta oportunidad histórica. Y ya que se habla tanto de Bolívar, recuérdese su Ultima Proclama en favor de la unión.
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