Con lo fácil que era echarle las culpas al refrigerante de los frigoríficos, a la laca de la tía Enriqueta y a los motores de los coches y resulta que ya en la Segunda Guerra Mundial estábamos contribuyendo al cambio climático.
Al Gore se quedó corto en su “Una verdad incómoda” aunque ahora resulte sencillo seguir echándole la culpa de todo a los “malos” por antonomasia, los nazis. Pero es que hay recientes estudios cinetíficos que indican que los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial habrían tenido un papel importante en la variación de la temperatura global. Y aún hay más.
Una diferencia de 0,8º centígrados.
Esa es la incidencia que tuvo en la media de temperatura en torno a las bases militares el trabajo regular de los bombarderos. Pero lo curioso es que esa temperatura era más baja, y no más alta, que la que se medía antes de ese continuo ir y venir de aviones cargados de bombas.
Los abundantes vuelos de las fortalezas volantes como los B-17 y B-29 con sus potentes motores (dos por ala) generaban unas estelas de condensación que tenían el efecto de hacer descender la temperatura ya que sobre ellas se refleja la luz solar (al igual que con las nubes) calentando menos el aire y la superficie bajo dichas estelas.
Dado que aquellos fueron años de continuos vuelos de bombardeos la proliferación de estas estelas sería la responsable de que ya entonces el hombre y sus inventos hubieran producido una alteración en el clima.
La ausencia de estelas tiene el efecto contrario, como corrobora un estudio que toma datos de los días previos y posteriores al 11-S, con el espacio aéreo cerrado en torno a Nueva York, pudiendo constatarse que al no producirse vuelos la temperatura subió 1ºC. ─[New Scientist / Meteored]
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