Escuchar una buena conferencia es uno de los mayores placeres de la vida. Pero son muchos los que no distinguen entre la labor concienzuda de la escritura y el arte de la conferencia. El gran Borges, del cual soy rendido admirador, era muy bueno dando conferencias y muy malo cuando era entrevistado. Ni siquiera entrevistado en profundidad, largo tiempo, dejaba de ser superficial y aburrido. Mientras que si lo dejaban hablar por sí mismo, solo, era grandioso e insuperable.
Charles Dickens todos dicen que era insuperable como conferenciante, algo portentoso. Eso sí, hoy sabemos, que se preparaba las conferencias con el mismo mimo y rigor con que Fidias tallaba cada detalle de sus esculturas. En esto, como en casi todo, la improvisación lleva a lo trillado, a los lugares comunes.
Charles Dickens todos dicen que era insuperable como conferenciante, algo portentoso. Eso sí, hoy sabemos, que se preparaba las conferencias con el mismo mimo y rigor con que Fidias tallaba cada detalle de sus esculturas. En esto, como en casi todo, la improvisación lleva a lo trillado, a los lugares comunes.
Cuando un ser humano ha dejado el sillón de su casa, se ha subido en su coche, se ha desplazado durante al menos veinte minutos, ha aparcado y ha esperado unos diez minutos, sólo para escucharte, merece la pena que prepares meticulosamente lo que vas a decir. Que lo prepares con mimo, con precisión. Que hagas de tus palabras un arte. Si no, la conferencia se la hubieras podido enviar por e-mail y hubiera sido lo mismo. En muchos casos es así. En otros, pocos, la conferencia es una experiencia intelectual. Una experiencia que te puede emocionar, que te puede hacer llorar. Algo que comentarás durante días, que puede dejar un recuerdo duradero durante meses. En algunos casos, me consta, una conferencia puede cambiar la vida de un ser humano para siempre, y que haya un antes y un después de esa conferencia.
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